La historia del impermeable es tan antigua como la de la misma
indumentaria. Para protegerse de la lluvia, el hombre primitivo se
confeccionaba capas y cubrecabezas que repelían el agua, tejían hojas,
hierbas céreas y cosían tiras de cuero animal engrasado. Las capas
impermeabilizadoras aplicadas a los diversos materiales variaban de una
cultura a otra.
Los antiguos egipcios, por ejemplo, enceraban el lino y aceitaban el
papiro, mientras que los chinos barnizaban y lacaban papel y seda. Pero
fueron los indios de Sudamérica quienes allanaron el camino para que los
europeos dispusieran de unas prendas impermeables ligeras y
verdaderamente eficaces.
En el siglo XVI, los exploradores españoles del Nuevo Mundo observaron
que los nativos recubrían sus capas y mocasines con una resina blanca
procedente de un árbol local: “Hevea brasiliensis”. La savia, blanca y
pura, se coagulaba y secaba sin conferir rigidez a la prenda embadurnada
con ella. Los españoles dieron a esta sustancia el nombre de “leche de
árbol”, y, copiando el método de los indios con su “sangrado” de los
árboles, aplicaron el líquido a sus casacas, capas, sombreros y
pantalones, así como a las suelas de su calzado. Estas prendas repelían
efectivamente la lluvia, pero con el calor del día el recubrimiento
adquiría una consistencia pegajosa y se adherían a él hierbas secas,
polvo y hojas muertas que, al refrescar por la noche, quedaban
incrustadas en las ropas.
Esta savia fue introducida en Europa, y científicos notorios hicieron
experimentos para mejorar sus propiedades. En el año 1748, el astrónomo
francés François Fresneau descubrió un procedimiento químico que
comunicaba a aquella sustancia, aplicada a un tejido, mayor flexibilidad
y menos pegajosidad, pero los aditivos químicos despedían un olor
sumamente desagradable.
En el año 1770, Joseph Priestley, el gran químico británico, descubridor
del oxígeno, trabajaba con ese látex lechoso y, casualmente, observó
que un trozo de savia borraba las marcas dejadas por el grafito. Pero
fue en 1823 cuando un químico escocés que contaba ya cincuenta y siete
años, Charles Macintosh, realizó un descubrimiento trascenden tal que
inició la era de las modernas prendas impermeabilizadas.
Mientras experimentaba en su laboratorio de Glasgow, Macintosh descubrió
que el caucho natural se disolvía fácilmente en la nafta de alquitrán
de carbón, un líquido volátil y oleoso producido por la destilación
“fraccionada” del petróleo (la fracción cuya ebullición se produce entre
la gasolina y el queroseno). Pegando capas de caucho tratado con nafta
al tejido, Macintosh creó prendas impermeables que sólo olían a caucho, y
el público le dio el nombre de “macintoshes”.
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