Uno de los aspectos más desconocidos de la historia de la humanidad es
la lentitud con la que higienistas, ingenieros y poderes públicos han
intentado resolver un problema tan cotidiano como fundamental: la
eliminación de los excrementos humanos. Por su volumen, un litro y medio
de orina y ciento cincuenta gramos de desechos sólidos diarios por
habitante, representan un problema municipal de importancia
considerable.
Se cree que fue hacia el siglo III o II a. C. cuando los romanos inventaron el orinal (matula), que durante veintidós siglos sería un utensilio doméstico básico. Aunque es cierto que desde el II milenio a. C. los creyentes disponían de cuartos especiales con sillas excretoras fijas, su instalación parece haber planteado problemas de infraestructura arquitectónica y municipal demasiado complejos para que el ejemplo fuera imitado. Hasta el siglo XVIII el orinal constituye el principal receptáculo de los excrementos, descontando evidentemente los rincones y lugares públicos de todo el mundo donde las gentes aligeraban sus vientres y vejigas. Estos recipientes se vaciaban en la calle, la mayoría de las veces directamente por la ventana, y más tarde, y en ciertos barrios, en el arroyo, para no manchar las fachadas. Casas, calles y palacios apestaban. Ciertas callejuelas oscuras de muchas ciudades francesas parecen haber sido especialmente favorecidas por gentes apuradas y llevan nombres tan evocados como “calle inmunda”, “calleja de las agachapares” o callejón de los menesteres”.
Aunque es cierto que algunos monarcas como Luis XI, son lo bastante púdicos como para evacuar sus necesidades en la intimidad de una “silla excusada” protegida por cortinas, muchos villanos y no pocos burgueses satisfacen sus necesidades públicamente ofreciendo, como mínimo, al pudor. En Francia, durante el reinado de Carlos V, se intentó remediar la situación instando a todos los propietarios que posean inmuebles en la villa y los suburbios de París a instalar en sus casas letrinas y privados suficientes. El decreto, de 1375, era tan solo un tímido primer paso hacia los cuartos de baño actuales; harían falta diez siglos para que se produjera el segundo. De hecho, cuando en el siglo XVIII los magistrados parisinos intentaron prohibir la práctica de las calles-letrina, una delegación de burgueses se presentó en la casa de la Villa para protestar contra la medida. No se encontró otra solución para la evacuación de los excrementos que la creación de unos canales especiales, los “mierderos”. En los castillos las deyecciones se depositaban en los fosos y en ciertos casos como en Coucy, un saledizo en el muro permitía despacharse directamente al aire libre, con destino a losfosos.
Durante el siglo XVIII, la única innovación en este campo, técnicamente secundaria, fue la instalación en algunas casa de pozos negros que iban a dar a unas tinas especiales (conos truncados de 86 cm de alto, 40 de base y 26 de boca), sistema inventado en 1786 por P. Giraud; las tinas eran transportadas periódicamente a las afueras de las ciudades para vaciarlas. La solución era bastante discutible, ya que los conductos solían obstruirse creando una atmósfera pestilente en las casas. Algunos, gente acomodada, preferían servirse en la silla excretora, que podían colocar en cualquier parte, y llamar acto seguido a algún lacayo diligente para que vaciase en la calle la cubeta.
La urbanización progresiva de las ciudades y el crecimiento demográfico hicieron la situación cada vez más insoportable. En el primer tercio del siglo pasado las inmundicias cubren las calles y llueven a traición desde las ventanas. Los servicios sanitarios y las prefecturas de policía protestan contra los peligros que esta situación entrañan para la población, y la degradación que infringe a los monumentos públicos e incluso a los lugares de culto. Pero la ley es impotente al no existir una solución técnica. En 1837, las catorce empresas de privados que se encargaban de vaciar las tinas de los inmuebles burgueses de París, que eran transportadas en carretas, ya no daban abasto. Cada carreta podía transportar un máximo de treinta y dos tinas por viaje.
Hasta 1865, más o menos, no surgió la primera iniciativa oficial destinada a velar por el pudor público con la instalación de quioscos de necesidad y cabinas inodoras a cinco céntimos. Los médicos tuvieron su parte en el asunto, pues sospechaban que el mefitismo intervenía en la propagación de las epidemias.
Entre 1865 y 1885m el vertido de materias fecales den los ríos, que era la solución adoptada en todas las ciudades europeas situadas en las proximidades de alguna corriente fluvial, creó un problema suplementario: los cursos de los ríos se convirtieron en auténticas cloacas a cielo abierto.
Mientras tanto se habían producido dos inventos sucesivos, que muy pronto se complementarían. El primero es un invento colectivo, anónimo, surgido de una institución conocida entonces como escuela monje, que luego se la conocería como el instituto Carnot de París: es la taza de retrete, muy parecida a la que conocemos actualmente, provista de una tapa horadada de manera que puede subirse y bajarse; la tapa en cuestión era entonces de chapa. Este modesto invento, pues de hecho no es más que una adaptación de la silla excretora, despertó sin embargo polémicas interminables. Los médicos discutieron largo y tendido, acaloradamente, sobre los peligros de este invento, que según alguno ” contrariaba las leyes naturales ” y favorecía los contagios debido a la famosa tapa. Las perlas de argumentación derrochadas para repudiar este invento dejan bastante pensativo a quien vuelve a leerlas al cabo de un siglo.
Este retrete moderno se impuso finalmente al asociarse con otro invento, el del inglés Thomas Crapper, que al parecer data de 1886: la cisterna de agua. Craper tuvo la idea de instalar encima de la taza, a cierta altura, un depósito con capacidad para diez litros de agua que por medio de un sistema de palanca liberase su contenido al tirar de la cadena. La función de la cisterna era por tanto expulsora y limpiadora, pero además favorecía una valiosa ventaja complementaria, y es que al diluir las materias fecales contribuía a que los vertidos finales sobre los ríos fueran mucho menos densos.
Crapper, por otra parte, modificó también el diseño de la taza incorporando el sifón, que garantizaba que siempre hubiese en el fondo de esta una pequeña cantidad de agua relativamente limpia que aislaba el bombillo del conducto de bajada. Su water-closet, el famoso inodoro, protegía por fin a la vivienda de emanaciones perniciosas.
Sin embargo, su invento sólo pudo triunfar una vez que se impusieron sistemas de alcantarillado público y se garantizó el suministro de agua corriente a todas las viviendas, algo que no se ha conseguido hasta muy entrado el siglo XX.
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Se cree que fue hacia el siglo III o II a. C. cuando los romanos inventaron el orinal (matula), que durante veintidós siglos sería un utensilio doméstico básico. Aunque es cierto que desde el II milenio a. C. los creyentes disponían de cuartos especiales con sillas excretoras fijas, su instalación parece haber planteado problemas de infraestructura arquitectónica y municipal demasiado complejos para que el ejemplo fuera imitado. Hasta el siglo XVIII el orinal constituye el principal receptáculo de los excrementos, descontando evidentemente los rincones y lugares públicos de todo el mundo donde las gentes aligeraban sus vientres y vejigas. Estos recipientes se vaciaban en la calle, la mayoría de las veces directamente por la ventana, y más tarde, y en ciertos barrios, en el arroyo, para no manchar las fachadas. Casas, calles y palacios apestaban. Ciertas callejuelas oscuras de muchas ciudades francesas parecen haber sido especialmente favorecidas por gentes apuradas y llevan nombres tan evocados como “calle inmunda”, “calleja de las agachapares” o callejón de los menesteres”.
Aunque es cierto que algunos monarcas como Luis XI, son lo bastante púdicos como para evacuar sus necesidades en la intimidad de una “silla excusada” protegida por cortinas, muchos villanos y no pocos burgueses satisfacen sus necesidades públicamente ofreciendo, como mínimo, al pudor. En Francia, durante el reinado de Carlos V, se intentó remediar la situación instando a todos los propietarios que posean inmuebles en la villa y los suburbios de París a instalar en sus casas letrinas y privados suficientes. El decreto, de 1375, era tan solo un tímido primer paso hacia los cuartos de baño actuales; harían falta diez siglos para que se produjera el segundo. De hecho, cuando en el siglo XVIII los magistrados parisinos intentaron prohibir la práctica de las calles-letrina, una delegación de burgueses se presentó en la casa de la Villa para protestar contra la medida. No se encontró otra solución para la evacuación de los excrementos que la creación de unos canales especiales, los “mierderos”. En los castillos las deyecciones se depositaban en los fosos y en ciertos casos como en Coucy, un saledizo en el muro permitía despacharse directamente al aire libre, con destino a losfosos.
Durante el siglo XVIII, la única innovación en este campo, técnicamente secundaria, fue la instalación en algunas casa de pozos negros que iban a dar a unas tinas especiales (conos truncados de 86 cm de alto, 40 de base y 26 de boca), sistema inventado en 1786 por P. Giraud; las tinas eran transportadas periódicamente a las afueras de las ciudades para vaciarlas. La solución era bastante discutible, ya que los conductos solían obstruirse creando una atmósfera pestilente en las casas. Algunos, gente acomodada, preferían servirse en la silla excretora, que podían colocar en cualquier parte, y llamar acto seguido a algún lacayo diligente para que vaciase en la calle la cubeta.
La urbanización progresiva de las ciudades y el crecimiento demográfico hicieron la situación cada vez más insoportable. En el primer tercio del siglo pasado las inmundicias cubren las calles y llueven a traición desde las ventanas. Los servicios sanitarios y las prefecturas de policía protestan contra los peligros que esta situación entrañan para la población, y la degradación que infringe a los monumentos públicos e incluso a los lugares de culto. Pero la ley es impotente al no existir una solución técnica. En 1837, las catorce empresas de privados que se encargaban de vaciar las tinas de los inmuebles burgueses de París, que eran transportadas en carretas, ya no daban abasto. Cada carreta podía transportar un máximo de treinta y dos tinas por viaje.
Hasta 1865, más o menos, no surgió la primera iniciativa oficial destinada a velar por el pudor público con la instalación de quioscos de necesidad y cabinas inodoras a cinco céntimos. Los médicos tuvieron su parte en el asunto, pues sospechaban que el mefitismo intervenía en la propagación de las epidemias.
Entre 1865 y 1885m el vertido de materias fecales den los ríos, que era la solución adoptada en todas las ciudades europeas situadas en las proximidades de alguna corriente fluvial, creó un problema suplementario: los cursos de los ríos se convirtieron en auténticas cloacas a cielo abierto.
Mientras tanto se habían producido dos inventos sucesivos, que muy pronto se complementarían. El primero es un invento colectivo, anónimo, surgido de una institución conocida entonces como escuela monje, que luego se la conocería como el instituto Carnot de París: es la taza de retrete, muy parecida a la que conocemos actualmente, provista de una tapa horadada de manera que puede subirse y bajarse; la tapa en cuestión era entonces de chapa. Este modesto invento, pues de hecho no es más que una adaptación de la silla excretora, despertó sin embargo polémicas interminables. Los médicos discutieron largo y tendido, acaloradamente, sobre los peligros de este invento, que según alguno ” contrariaba las leyes naturales ” y favorecía los contagios debido a la famosa tapa. Las perlas de argumentación derrochadas para repudiar este invento dejan bastante pensativo a quien vuelve a leerlas al cabo de un siglo.
Este retrete moderno se impuso finalmente al asociarse con otro invento, el del inglés Thomas Crapper, que al parecer data de 1886: la cisterna de agua. Craper tuvo la idea de instalar encima de la taza, a cierta altura, un depósito con capacidad para diez litros de agua que por medio de un sistema de palanca liberase su contenido al tirar de la cadena. La función de la cisterna era por tanto expulsora y limpiadora, pero además favorecía una valiosa ventaja complementaria, y es que al diluir las materias fecales contribuía a que los vertidos finales sobre los ríos fueran mucho menos densos.
Crapper, por otra parte, modificó también el diseño de la taza incorporando el sifón, que garantizaba que siempre hubiese en el fondo de esta una pequeña cantidad de agua relativamente limpia que aislaba el bombillo del conducto de bajada. Su water-closet, el famoso inodoro, protegía por fin a la vivienda de emanaciones perniciosas.
Sin embargo, su invento sólo pudo triunfar una vez que se impusieron sistemas de alcantarillado público y se garantizó el suministro de agua corriente a todas las viviendas, algo que no se ha conseguido hasta muy entrado el siglo XX.
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